Muchos habitantes de Crimea reconocen abiertamente que su nueva vida bajo otras leyes más estrictas no es fácil. Los precios y el desempleo han aumentado y el número de turistas se redujo el año pasado a la mitad -tres millones- frente a las cifras de 2013, a causa en parte de las sanciones de Occidente. Sin embargo, la mayoría rechaza volver a forma parte de Ucrania y alaba sobre todo la subida de sueldos y pensiones y la mejora de las prestaciones sociales.
En este primer cumpleaños del "regreso a Crimea", el presidente ruso e impulsor de este terremoto geopolítico, Vladimir Putin, sigue disfrutando de impresionantes niveles de popularidad en las encuestas: el 88 por ciento de los preguntados defiende la política de su mandatario, señala el instituto de opinión Wziom.
De otro sondeo se desprende que tras la adhesión de Crimea el 90 por ciento de los habitantes volvería a votar lo mismo que hace un año. Sólo un cinco por ciento de los encuestados estaría a favor de que la península siguiera siendo ucraniana. El rechazo es mayor entre los tártaros de Crimea, que en el pasado fueron deportados por los comunistas y no pudieron regresar hasta el fin de la Unión Soviética.
Tradicionalmente, esta comunidad de marcado carácter islámico ha buscado independizarse como república. El representante tártaro Nariman Yelyalov no se fía de las encuestas rusas y sostiene que la gente "tiene miedo de decir lo que piensa". No obstante, un año después del referéndum la comunidad tártara se muestra profundamente dividida.
Como en una operación secreta, la península que en 1954, en tiempos de la antigua URSS, fue cedida a Ucrania por Nikita Jrushchov volvió a formar parte de Rusia el 21 de marzo de 2014. Sin derramamiento de sangre. Estados Unidos y la Unión Europea criticaron primero el referéndum, calificándolo de contrario a la Constitución, y luego condenaron la adhesión tildándola de grave violación del derecho internacional. Siguieron sanciones y la expulsión de Rusia del G8, el grupo de los principales países industrializados.
Sin embargo, nada de aquello pareció tener consecuencias en el aparato estatal ruso. Putin defendió una y otra vez la adhesión de Crimea con una batería de argumentos, recalcando que la península que durante siglos fue controlada por los rusos debía volver a estar unida con la "madre patria". El presidente ruso incluso lo comparó con la reunificación alemana.
Además, tras el cambio de poder en Kiev, Moscú no quería que una Crimea poblada mayoritariamente por susos quedara bajo la influencia de los nacionalistas ucranianos.
Pero sobre todo, Putin dejó claro que no iba a dejar esta estratégica región en manos de Occidente. La flota rusa del Mar Negro tiene desde hace más de 230 años su sede en la ciudad costera de Sebastopol y a Moscú nunca le ha gustado que los buques de guerra de la OTAN, en especial los estadounidenses, hagan maniobras en el Mar Negro. Para muchos rusos, casi 25 años después de la URSS la creación de una base de la alianza atlántica en Crimea equivaldría a una nueva derrota tras el fin de la Guerra Fría.
La nueva militarización de la península no pasa desapercibida. El Ministerio ruso de Defensa ha anunciado un potente equipamiento de la tropa del Mar Negro, sobre todo como respuesta a la cúpula ucraniana apoyada por Estados Unidos y la UE. "El Estado ucraniano volverá a controlar este territorio temporalmente ocupado", prometió el presidente pro-occidental Petro Poroshenko. "Ucrania nunca renunciará a su derecho soberano sobre Crimea", añadió.
Así, Rusia advirtió a Ucrania del riesgo de "revanchismos", haciendo hincapié en su fuerza militar. Pues en caso de que estallara una guerra y Ucrania intentara quitar Crimea a Rusia, ésta se ve a sí misma totalmente preparada. (DPA)