Es uno de los barrios más antiguos de la ciudad de México. Y también es uno de los más peligrosos de toda América Latina, equiparado a La Tablada bonaerense, El Gallito guatemalteco, Ciudad Bolívar en Colombia o la Favela Maré en Brasil.
Personajes como el “Hoomie”, de 43 años, ex integrante de la mara Sub 13 retratan lo que es la vida en el barrio.“Quiero ir a ver a mi hijita y a mi esposa, allá en Tijuana, pero con mis tatuajes soy hombre muerto”. Bienvenidos a las entrañas de Tepito, la maldita vecindad, dijo a EFE el "Hoomie".
A un costado de la emblemática Plaza Garibaldi, y no muy lejos de la explanada del Zócalo y el Palacio de Bellas Artes, se encuentra este genuino lugar, abarrotado de vendedores ambulantes y puestos fijos, donde es posible encontrar de todo, desde celulares, computadoras y tabletas último modelo, hasta juguetes, perfumes y ropa de marca.
NO LLEVAR JOYAS.
Adentrarse en sus calles estrechas para hacer negocio es una ruleta de la suerte a la que siempre le precede una retahíla de consejos como “no llevar alhajas o joyería vistosa”, “ir acompañado y con el dinero justo” y “evitar que se haga de noche”. También se recomienda dejar la ingenuidad en casa para no terminar comprando una caja vacía o un regalo roto.
Desde lo alto de un edificio de cuatro plantas, visiblemente descuidado, con restos de juguetes y utensilios cubiertos de polvo de muchos años, la pared descascarillada, y una escalera cuya balaustrada inspira de todo menos confianza, Tepito parece adquirir su verdadera dimensión, la de un corazón que late con la fuerza suficiente como para bombear las arterias de una inmensa ciudad.
Con las cúpulas de la Catedral sobresaliendo entre los edificios de un lado, los rascacielos del emblemático barrio de Tlatelolco de otro, y la nube de contaminación difuminando la silueta de las montañas llenas de casas grises a los lejos, este barrio peleón se siente en medio de todo, cual guardián de la esencia de un México que lucha como sea por salir adelante.
PANDILLERO CON NOSTALGIA.
Allí en lo alto de esa azotea, David Tavira, de 43 años, deja ver su cuerpo tatuado durante una sesión fotográfica. De la cabeza a los pies lleva la historia de su vida dibujada en la piel, en las manos, el contorno de los ojos, las mejillas e incluso la cabeza, en un intento por expresar el dolor de una vida que le llevó de México a Estados Unidos con apenas 11 años.
“Hoomie”, así le llaman todos. “Algo así como carnalito o cuate”, explica él. Nacido en Ciudad de México, entró a formar parte de una pandilla con apenas 13 años, la llamada sureña 13 de San Diego. La prueba de acceso, recuerda orgulloso, fue una paliza de 15 segundos, si aguantaba eso lo aguantaba todo. Atrás dejó un trabajo en una imprenta, y su incansable gusto por ir al “antro” los fines de semana y escuchar a los Bee Gees o a Los hermanos Tavares.
Con todo su cuerpo lleno de "obras de arte", como las llama él, recuerda que antes de cruzar al otro lado de la frontera llegó a Tijuana, donde se hizo su primer tatuaje: un perro con cara de cholo, nombre atribuido en Estados Unidos a emigrantes mexicanos generalmente asociados con pandillas.
“Cholo significa el bato loco del barrio, es uno del barrio que anda loco, borracho”, trata de explicar, tras señalarse a sí mismo y a su indumentaria como la tradicional de este grupo: pantalones anchos, tenis y calcetas blancas.
“Estar en una pandilla es un aliviane. Si el otro carnal no tiene, pues consiste en alivianarse económicamente, te dice ponte a vender hielos, refrescos, lo que sea, es ayudarse”, asegura haciéndose entender bajo un sol de justicia en la azotea de Tepito.
LA CARA TATUADA.
Después de cinco años en San Diego decidió volver a Tijuana, donde trabajaba en las maquiladoras, concretamente en una fábrica de costura de ropa de soldado americano y donde tuvo una hija a la que hace ocho años que no ve. En la fábrica hacían los trajes y las fornituras. 12 horas al día. En sus ratos libres iba al antro a bailar, como en México.
Regresó al D.F. en 2004, cuando su padre le llamó para decirle que estaba muriéndose. Fue un golpe muy duro tras el cual decidió tatuarse el rostro, lo único que le quedaba libre. “Me pinté la cara porque me entró la nostalgia de que murió mi papá, ya traía la idea de hacerlo en Estados Unidos, pero un amigo me dijo que no, por conseguir trabajo y eso”.
Es consciente de la desconfianza que genera su rostro tatuado. “Cada uno trae su cuerpo como quiere, pero la bronca es la sociedad”, asegura.
De cerca se ve que lleva el nombre de su madre, una tela de araña, una “chava” y el número 13, en memoria y homenaje a su pandilla. También luce sobre las cejas y bajo los ojos unas “lágrimas de payaso”, un “símbolo del sufrimiento” de su vida.
No se arrepiente de haberlo hecho, ni tampoco se avergüenza. Todo lo contrario, sonríe orgulloso cuando recuerda que demostró “valor mexicano”, “sin desmayarse, ni nada”, cuando las agujas recorrieron su cara, solo tuvo una “coca cola” cerca para evitar desmayarse a causa de una bajada de presión por el dolor.
“ME MATAN”.
Ahora trabaja en un taller mecánico en La Merced, el barrio de al lado. Ahí mismo vive y asegura que como no tiene Internet, ni redes sociales, “ni cosas de esas”, no mantiene contacto con nadie de la pandilla. Ni siquiera con la hija que dejó allí. Aunque echa de menos a “la banda” y a veces piensa en volver, sabe que ahora con la cara tatuada eso es imposible, podría despertar los recelos de bandas rivales. “Si vuelvo a Tijuana me matan”, sentencia.
Repite una y otra vez que extraña su frontera, aquí no se adapta pero, al menos ahora, está mejor que cuando llegó. Durante dos años estuvo vendiendo dulces en la calle y sentía más de cerca el desprecio por estar tatuado. “Pensaban que era una persona mala, conflictiva, sin saber que es el arte traído en el cuerpo, es un gusto personal”.
Tepito y La Merced son su territorio, y apenas sale de la zona. “Tepito está cabrón, porque aquí la raza es tranquila, pero si le buscas pies al gato sale alguien con las uñas. Es un barrio bravo, peleonero, chingón”.
Pero, ante todo, defiende a los suyos. “La mayoría de la gente trabaja, son comerciantes, son los de fuera los que le han dado mala fama al barrio. Los que no son de aquí venden droga, asaltan, dejan la bronca a los chavos que son de Tepito”.
Los problemas de adaptación que tuvo al principio y la muerte de su padre le llevaron a engancharse al pegamento, una sustancia habitual entre los niños y jóvenes de la calle por su bajo coste y fácil acceso. Pasó tres meses incomunicado en un centro de desintoxicación y agarró “valor”. Ahora dice sentirse tranquilo, por fin ha encontrado un lugar estable en el que estar.
Como para tranquilizarse, asegura que su vida estuvo marcada por tratar de perseguir el “sueño americano”. Aunque no le salió bien se consuela repitiendo una y otra vez que él al menos tuvo la suerte de volver para contarlo. Muchos perdieron la vida en el intento.