Kara (Tennessee, 1974), profesor global de la Academia Británica y profesor asociado en la Universidad de Nottingham, lleva más de dos décadas documentando la esclavitud moderna en sus diferentes manifestaciones.
Desde Estados Unidos hasta el sudeste asiático, pasando por países africanos como Nigeria o la República Democrática del Congo, el escritor estadounidense, de ascendencia india, ha arrojado luz en sus trabajos sobre asuntos como la trata de personas, incluido el tráfico sexual, o el trabajo forzado.
Su libro ‘Cobalto rojo. El Congo se desangra para que tú te conectes’, que acaba de publicar en español la editorial Capitán Swing, es un híbrido entre ensayo y crónica periodística, fruto de años de investigación sobre el terreno desde las poblaciones mineras congoleñas.
El Congo es un país que las grandes potencias han usado históricamente como dispensador de las materias primas que más les convenía en cada momento -caucho, aceite de palma, marfil, diamantes, madera y cobre-, repasa el investigador, y, además, de las personas que se vendían como esclavos.
En los últimos años, y ahora más que nunca, exporta a todo el mundo -especialmente a China- un material muy codiciado: el cobalto, un metal crítico que se emplea sobre todo en la fabricación de teléfonos móviles y otros dispositivos electrónicos, así como en las baterías de vehículos eléctricos.
Actualmente cerca del 75 % del suministro global de este material proviene del Congo, que cuenta con más reservas de cobalto que el resto del planeta en su conjunto, algo que, más que una suerte, para la población local puede ser una maldición.
Violaciones a mujeres mineras, múltiples accidentes que hieren o matan a los empleados, trabajo infantil, contaminación del aire, de la tierra y del agua, destrucción masiva de los bosques... Kara expone algunos de los costes humanos y ambientales de la era digital y, también, de la transición ecológica.
Movilidad eléctrica
La extracción del cobalto es clave, por ejemplo, para el impulso a la movilidad eléctrica que los países necesitan para dejar atrás los motores de combustión, responsables de una cuarta parte de las emisiones de efecto invernadero (culpables del calentamiento global).
Las baterías de la mayoría de los vehículos eléctricos requieren hasta 10 kilogramos de cobalto refinado y, “si multiplicamos esa cantidad por el número de vehículos eléctricos que se espera que circulen, de ahí procede la tremenda demanda futura, que ha provocado una loca carrera por extraer cobalto de la tierra lo antes posible”, señala el investigador.
La Agencia Internacional de la Energía contempla que la demanda del cobalto sea en 2040 entre seis y 30 veces superior a la actual en función de la evolución de la química de las baterías.
“Para aumentar la autonomía, las baterías requieren mayores densidades energéticas, y actualmente solo la composición química de iones de litio con cátodos de cobalto es capaz de ofrecer la máxima densidad energética manteniendo la estabilidad térmica”, precisa Kara en su libro.
“El problema es que hemos perseguido esta agenda verde, un importante objetivo de sostenibilidad climática, sin prestar atención a las consecuencias de quienes viven al final de esa cadena de suministro, donde están los recursos que se necesitan para estas baterías”, arguye por teléfono, desde California.
Sin alternativas
Aunque en última instancia dependerá de estas poblaciones mineras levantarse contra esas condiciones, Kara lamenta que a día de hoy “no tienen alternativa”, pues llegan a la minería no por elección libre sino arrastrados por la pobreza, por el desplazamiento forzoso que también han provocado las minas, y por la falta de oportunidades económicas en otros sectores.
En un país “pobre, de los más pobres del mundo, devastado por la guerra, desestabilizado y con mucha corrupción, apenas hay forma de que la gente sobreviva en un punto de partida”, aduce.
“Eso hay que sumar que llegan las empresas mineras, compran una enorme franja de campo porque hay cobalto bajo tierra, níquel, litio, cobre y todas las cosas que quieren, y la gente que vive allí es desplazada”, agrega el estadounidense.
Y esto deja cientos de personas sin techo que “se ven empujados a los límites de la existencia, y entonces la única alternativa para ellos es volver a meterse en la tierra en la que solían vivir y cavar en busca de ese cobalto para ganar un dólar al día”.
La contaminación del paisaje, además, por las operaciones mineras, hace que los medios de subsistencia agrícolas y pesqueros se hayan reducido significativamente, “si es que no se han perdido por completo, para la gente que vive allí”, apunta Kara, por lo que “realmente no hay otra manera de sobrevivir que mendigar cobalto para conseguir un dólar o dos".